Complot contra un pichón by Eduard José

Complot contra un pichón by Eduard José

autor:Eduard José [José, Eduard]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1989-06-15T00:00:00+00:00


9

—Así que no se ha podido retener a Nabarre ni tan sólo veinticuatro horas más en el Clínico… —dijo Olmedillo, descorazonado.

—Imposible. —Cano fumaba despacio, tras su mesa de despacho—. El juez ha dictado orden de prisión preventiva y eso no hay quien lo mueva.

Olmedillo acababa de pasar su informe a Cano. Eran las ocho y pico y las piernas del inspector empezaban a flaquear.

—¿Y ese abogado que andaba rondando por aquí? —preguntó.

—Ya está más calmado. Ha podido hablar con él. Bueno, está más calmado pero, al mismo tiempo, se ha quedado hecho un lío, porque Nabarre, siguiendo nuestras instrucciones, continúa de huelga de lengua caída.

—Eso está bien.

—¿Tú crees? —el comisario parecía escéptico.

—Sí señor. Con lo que hoy he podido averiguar…

—Narices, has averiguado.

—Sí señor.

—Olmedillo, ¿te das cuenta de que lo único que has conseguido durante todo el día es acumular pruebas y más pruebas contra Nabarre? ¡Como si le hiciesen falta más problemas!

—Pero está el pedido de la librería…

—No sirve. Al menos, tal como lo veo yo. Hay que saber con certeza si no existe ese cliente que compró las «Geografías» de marras a la librera. De otra forma, la prueba es inconsistente.

—Lo sabremos, señor. ¿Y qué me dice del télex fantasma?

—Tú lo has dicho: que es un fantasma.

—Pero señor, la Prats estaba mintiendo. ¡Yo mismo vi los libros cubiertos de polvo!

—Polvo somos y en polvo nos convertiremos… Eso es de la Biblia, Olmedillo. Y algunos, además de polvo, nacen para pichones, dispuestos a ser desplumados y a cargar con las culpas del prójimo.

—Pues no deja de ser triste…

—Toma, fuma. —Cano le tendió la cajetilla a su subordinado.

—Gracias, señor.

—Por la santísima virgen de los cuatro cirios y su corte celestial, Olmedillo, ¿quieres dejar de llamarme señor?

—¿Y cómo le llamo, señ…?

—Cano. Cuando estemos solos, soy Cano. ¿Entendido? —el comisario palmeó ruidosamente sobre la mesa y un mechón de pelo rojizo se le desplomó sobre los ojos.

—A sus órdenes… Cano.

Luego fumaron un rato en silencio. Y pensaron. Sonó una sirena en el exterior y ellos seguían pensando. Y no fumando. El cuarto apestaba y Olmedillo se levantó para abrir la ventana. Desde una de las ventanas vecinas del patio interior llegaban los sonidos de alguien batiendo un huevo en un plato.

—¿Y qué me dice de la mujer? —preguntó de repente el inspector.

—¿En general… o alguna en particular?

—La de Nabarre. ¿Algún movimiento sospechoso?

—Bastante. Ha ido a la peluquería y le han hecho un crepado nuevo. Luego ha comido en una cafetería de la plaza Francesc Maciá y por la tarde ha venido aquí, tratando de ver a su media costilla. Pero él ya estaba en el trullo. Esa mujer lleva un carrerón criminal impresionante…

—Parece que se burle usted, señor —la voz de Olmedillo era quejosa.

—¿Y qué quieres que haga? —gritó Cano, aunque luego redujo el volumen de su tono—. ¡Es que cada vez estoy más convencido de que nos hemos embarcado en una historia sin fondo!

—Pero esa mujer de la librería…

—Anda, vete y descansa, que te hace falta —el comisario pasó sus manos por la cara—.



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